Acabar en la comisaría no estaba en nuestros planes. Menos aún que terminaríamos ahí por propia voluntad y con la secreta esperanza de ser detenidos para pasar la noche tras las rejas del calabozo. El problema -al menos en esta circunstancia particular- es que no somos facinerosos. Estamos limpios. Nadie nos busca. No hay denuncias ni órdenes de captura en nuestra contra.
Cerca de la medianoche del tercer domingo de mayo, las calles de Ichocán (provincia de San Marcos, Cajamarca) retoman su habitual tranquilidad. La fiesta de San Isidro Labrador ha terminado y ya no hay diablos armando alboroto en las esquinas de la plaza ni en las afueras de la capilla. En ese momento un grupo de viajeros sale en busca de una movilidad que los saque del distrito. No la consiguen, pero lo sucedido durante esa espera inspira la siguiente crónica
No la tendríamos nada fácil. Nuestra única opción era armar escándalo para que el benemérito de guardia se viera en la obligación de arrestarnos por ser individuos peligrosos, rudos e intimidantes. Viajeros sin ley desde el momento en el que, por decisión propia, unieron sus afanes andariegos con los de una diabla confesa, cuyas fechorías en los días festivos son harto conocidas en estas tierras.
Fichada desde niña, cuando de la mano de su padre salía a bailar en las afueras de la capilla de San Isidro Labrador y en las cuatro esquinas de la plaza. Las mismas esquinas en las que hace un ratito nada más, ella dejaría de ser Susi Roxana Zegarra para convertirse en una danzante anónima, en una diablilla sin nombre, en una altiva ichocanera que honra sus costumbres.
Es una especie de encantamiento o hechizo que se esfuma al quitarse esa máscara que no tiene precio. La hizo el Cololo, su progenitor que ya no está. Caballero querido y respetado por todos, maestro en las aulas y en su taller artesanal, investigador y difusor de una fiesta y una danza reconocidas como parte del Patrimonio Cultural de la Nación.
Susi extraña a don Leonidas Zegarra. Susi todavía se quiebra al recordarlo. Susi lo siente cerca cuando se deja atrapar por la música y la vorágine de movimientos que remece su pueblo el tercer fin de semana de mayo; entonces, vuelve a ser la niñita que trataba de encontrar y no perder el ritmo, que se esforzaba por aprender los pasos y revolotear con rapidez el pañuelo.
El tiempo se fue. Ella ya no es más una chiquilla, pero continúa siendo una diabla; y, en esta jornada dominguera, la avezada cabecilla de la banda de artistas y comunicadores que deambula por la geografía urbana de la posada de la larga vida, buscando un vehículo que los lleve a la vecina San Marcos, la capital provincial, y a la no tan lejana Cajamarca, la carnavalera capital de la región del mismo nombre.
Mala suerte. No hay buses ni combis ni taxis colectivos. Esperar y extrañar a las parejas endemoniadas que avivaban el festivo infierno sin condenados ni fuegos eternos del que fueron testigos y partícipes. Desaparecieron. Se marcharon. Retornaron a sus casas para guardar las máscaras, las capas y los rebenques hasta que lleguen otra vez esos tres días en los que asumirán otra identidad.
El cansancio de los mascareros
Sí, se convertirán en diablos-danzantes por fe, herencia y tradición. De abuelos a nietos, de padres a hijos, rompiendo las barreras generacionales y sembrando identidad. Por eso los esposos Ricky y Lorena Sánchez bailan con Alessia, su bebita a la que llevan en brazos; y, es por eso, también, que Antoni -hijo de Cololo, hermano de Susi- continúa haciendo máscaras, honrando así el legado de su padre.
Poco importa si se desvela, se agota, se pasa casi toda la fiesta trabajando y no divirtiéndose. Lo prioritario es que las máscaras queden hermosas con sus cachos relucientes y sus orejas bien puestas, esas orejas que no tienen sus ‘colegas’ de San Marcos, donde la vestimenta y los movimientos son distintos. ¿Será por qué no escuchan tan bien?…
Cansancio y malas noches. Una historia que se repite y se evidencia en el rostro de Edgar Tapia Puga, que se inició “más o menos cuando estaba en el colegio, porque desde chibolo me pegaba al señor Cololo. De tanto ayudar y ayudar fui aprendiendo”, relata casi casi entre bostezos porque “él se dedica, se amanece. Mucho trabajo tiene en las fiestas, tanto que hasta me hace ayudarlo”.
Se queja o bromea la señora Lourdes del Rosario Puga, la madre de Edgar. Ella prefiere guardar el secreto y continuar preparando el almuerzo. Tampoco quiso corroborar si su rostro sirve de molde para las máscaras de su hijo. “He hecho 50 en una semana -explica agotado-, pero mi trabajo empieza antes, cuando salgo a buscar los cachos y los manguitos de los rebenques”.
¿Y cuánto me cuesta, cuánto me vale?, le pregunto a Edgar que ya no es un colegial curioso sino un reconocido artesano que, quizás, tal vez, en la noche se convierta en calavera, un personaje que se une a las huestes del averno. “400 soles”, responde. Nada más, nada menos. Caray, no es barato ser cómplice del maligno. Hay que gastar e invertir. No basta con ser un pecador impenitente.
Mejor es hacerse cómplice de Susi. Más económico y divertido, bueno, al menos hasta que empezó la búsqueda desesperada y, a la vez, esperanzada, de cualquier tipo de vehículo. Ilusos. “No hay, no pasan hasta las cuatro de la mañana”, era la sentencia de los transeúntes insomnes o excesivamente fiesteros que retornaban a sus hogares por las calles desoladas del distrito.
Silencio, sombras y soledad en los prolegómenos de un adiós incierto. Qué hacer. Esperar el amanecer sentados en alguna vereda o en la berma de la carretera. ¿Sería esa nuestra penitencia por aliarnos con una diablesa en vez de estar al lado, siempre al lado, de San Isidro, el celebrado patrón de los campesinos? Era tarde para arrepentirse. De nada servirían los rezos y lamentos.
San Isidro no intercedería por ninguno de nosotros, por más que le confesara que hoy, domingo, me desperté temprano para ver como los vecinos adornaban las fachadas de sus casas. Lo hacían para homenajearlo y agradecerle por los frutos de la tierra, porque “a la voluntad de Dios estamos”, se resigna Segundo Mendoza, un campesino que nació en un caserío, pero que ahora vive en el pueblo.
“Desde hace 12 años armo mi portón”, dice desde lo alto de la escalera a la que se ha subido para colgar unas frutas y amarrar varias hojas de maíz. No es el único. Agustín Valera empezó mucho antes. “Tengo 41 y lo hago desde los 13 por devoción y agradecimiento, a pesar de que este año la cosecha ha sido regular nomás, aunque yo pensaba que no iba a haber nada”.
Fachadas que se embellecen. Portones que se arman en familia y por cariño a los que ya no están. “Mi abuelo, Ángel Puga, fue uno de los primeros en hacer las máscaras. Yo aprendí de él”, expone sus raíces Gabriel Iparraguirre Puga, un joven estudiante de comunicaciones que ayuda a su abuela, Julia Mendoza, a ordenar y colgar lo cosechado en el campo para que el patrón lo vea al pasar por su casa.
¿Y quién comenzó?… “Uno de los primeros fue un doctor belga que estaba por acá; él, con mi hermano Cololo, fueron los iniciadores; pero como este año ha habido sequía, San Isidro está pobre”, hace memoria y reporta la situación del campo, Rosalía Zegarra, la mamá de Lorena y la suegra de Ricky. Ella confeccionó la vestimenta de su nieta, Alessia, la bebé que baila en los brazos de sus padres.
Todo eso y mucho más que eso antes de la procesión, porque a media mañana arribaron los devotos de los caseríos. Lo hicieron con sus yuntas de toros, a las que adornarían llamativamente para homenajear al patrón. Eso es lo que vi en la jornada que termina. Eso es lo que recrea mi mente con el anhelo de que esas imágenes entrañables, espanten el frío de la incertidumbre y la espera.
En esas elucubraciones me encontraba, cuando surgiría el plan -ese plan que no estaba en mis planes- de ir a la comisaría bajo la consigna de que el calabozo es mejor que la intemperie. Lo hicimos. Todos lo hicimos bajo las órdenes de Susi. Al ingresar, el policía nos escaneó con sus ojos acostumbrados a detectar el delito. No lo impresionamos ni le metimos miedo. Difícilmente nos detendría.
Lo que sucedería después no lo voy a relatar. Solo diré que buena parte de esa noche la pasé durmiendo en un colchón que tiraron en el piso. No estaba solo. Dos integrantes de la banda compartieron mi espacio. Ese no era mi plan. Ese no era el fin de fiesta que soñé, pero es lo que sucedió antes de volar a Lima -¿con la prisa y la ansiedad de un prófugo?- para escribir estas palabras.
Infodatos
El viaje: De Lima a Cajamarca por vía aérea con JetSmart. Vuelo seguro, confortable y puntual. De Cajamarca a Ichocán por tierra. Hay servicio público todos los días (72 kilómetros).
La máscara: se fabrica de manera artesanal, siguiendo la técnica de la escayola (yeso mezclado con agua). Estas llevan cuernos de carnero y resaltan por sus ojos azules, piel rosada y bigote*.
Orgullo: En 2016 la Festividad de San Isidro Labrador fue declarada Patrimonio Cultural de la Nación. Un año después la Danza de los Diablos de Ichocán, Paucamarca, San Marcos y Shirac, recibiría el mismo reconocimiento.
Más detalles: lea la crónica Ichocán, tierra de fe, tierra de diablos, que publicáramos la semana pasada.
Un agradecimiento especial a Susi Roxana Zegarra, promotora cultural, diabla desde los tres años e hija del ya fallecido Leonidas ‘Cololo’ Zegarra, recordado defensor y difusor de la danza de los diablos.
*Datos extraídos de la declaratoria como Patrimonio Cultural de la Nación de la Danza de los Diablos.
Fotos y texto: Rolly Valdivia Chávez
INFOTUR LATAM
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