Imprevisible y desconocida, la selva es de esos lugares que no deja de sorprender en cada visita. A diferencia de muchos otros destinos turísticos, la naturaleza se mueve, no es estática, y nunca sabes lo que te puedes encontrar cuando te adentras en ella. Por eso, cada viaje que he hecho a las profundidades de la selva amazónica y sus alrededores me ha sorprendido con una nueva maravilla.
Después de visitar Iquitos (mi destino preferido de Perú) y otras zonas de la selva peruana como Tarapoto, el pasado mes de marzo me sumergí en una nueva aventura: explorar la selva ecuatoriana de la mano de un guía kichwa.
En esta ocasión, el viaje comenzó en Baños de Agua Santa, una ciudad situada a 200 kilómetros al sur de Quito y que bien merece una visita. Aquí, mi amiga Lucía y yo contratamos una excursión de dos días y una noche a Puyo, sin saber muy bien lo que nos esperaba, queríamos dejarnos sorprender por la experiencia.
El primer día no fue mucho más impresionante que mis viajes anteriores a la selva: visita a una familia “indígena” (sí, entre comillas, porque sabemos que se ponen ropa más llamativa para hacer sus espectáculos cada vez que vienen los turistas), una ruta por la frondosa selva donde la lluvia fue nuestra principal compañera, un baño en la cascada Hola Vida, de 21 metros de altura, y un paseo en canoa, esto sí, muy emocionante por los rápidos y lo artesanal de la embarcación.
Cerramos el día en el lugar más adrenalínico de esta zona, el mirador de Indichuris. Las vistas al río Pastaza y sus alrededores son impresionantes, sobre todo si te atreves a observarlas desde su columpio, con un balanceo en el vacío que yo no me atreví a probar (pero sí la valiente de Lucía).
Después de todo el día visitando con un grupo, empezó la aventura de verdad. Lucía y yo nos quedamos solas con Julián, el guía kichwa, y nos llevó a nuestro lugar de alojamiento para esa noche, su casa bautizada como Ukuy Wasi, en la comunidad Kotakocha.
Se trata de una zona de turismo comunitario, muy diferente a otros hospedajes de la selva que había visitado. Aquí vive Julián con toda su familia (recuerdo muchos hijos y nietos, de todas las edades), lo que le dio un toque especial a la estancia.
Antes de irnos a dormir, hicimos una caminata nocturna, que no se caracterizó mucho por la variedad de fauna y flora que vimos, sino más por las interesantes historias que nos contó Julián, sobre sus años en este trabajo y sobre su experiencia con la ayahuasca.
Una vez en la cama, la sorpresa: seis cucarachas nos daban la bienvenida (lo malo también hay que contarlo). Con su característica hospitalidad, Julián no tuvo ningún problema en cambiarnos a una habitación situada en lo alto y a donde esos bichos no tenían acceso.
Y llegó el segundo día, mi favorito. Como digo al principio, la selva te sorprende cada vez con una cosa, y en esta ocasión lo hizo con su naturaleza. Pasamos todo el día haciendo una ruta inmersas en un pasaje impresionante, donde mariposas de todas las formas y colores nos acompañaron y donde descubrimos el “pintalabios de la selva”. La mejor parte llegó cuando el guía nos dijo que el resto de la caminata era por el agua, así que teníamos que quedarnos en bikini, con las botas de agua y con la mochila lo más alto que pudiésemos.
En un momento, dejamos las mochilas de lado y tuvimos que nadar para llegar a lo más increíble de la jornada: una cascada en un punto que no registró ni la ubicación de las fotos de mi teléfono, al que solo se puede acceder a nado y en el que estábamos solo los tres. Bañarse ahí fue sentir la magia de la naturaleza en todo su esplendor y la libertad como pocas veces antes la había sentido.
Aquí fue uno de esos momentos donde volví a darme cuenta de lo maravilloso que es viajar, explorar, atreverse y dar con gente que te enseñe los lugares más increíbles de nuestro planeta.
Fotos y texto: Mónica Martín Rivas
INFOTUR LATAM
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