Mientras observo, escucho el retumbar de las bandas de músicos, que llegan desde ese pueblo andino apodado “Espejito del Cielo”, y siento que mi corazón palpita al ritmo de una “huaylishada”, melodía propia de esta fiesta chiquiana en honor a Santa Rosa de Lima.
Las nubes se han reunido alrededor de la cordillera de Huayhuash, una de las más bellas del mundo. Parecen decirle a esos nevados que embellecen la provincia de Bolognesi, en Ancash, que se acerca el periodo de lluvias y que la fiesta de Chiquián ya comenzó
Algo debe tener esa música que hasta los picos del Jerupajá y el Jirishanca parecen asomarse para ver cómo, luego de la pandemia, esta festividad, que representa el encuentro entre el Inca Atahualpa y los primeros españoles, vuelve a tomar fuerza.
La Captura del Inca
“¿Ganó el Inca o el Capitán?”. En el estadio de Chiquián nadie se pone de acuerdo. Es la tarde del 1 de setiembre y la festividad patronal más importante de esta ciudad se ha sumergido en el caos.
Entre el tumulto de personas que siguen dando vueltas por el campo deportivo, unos dicen que la “Captura del Inca” jamás se produjo y que el Capitán, uno de los funcionarios (anfitriones) de la Fiesta de Santa Rosa, deberá pagar una penalidad de 50 cajas de cerveza por no haberlo atrapado en las dos oportunidades que tuvo. Los otros dicen que el Inca, otro de los funcionarios protagonistas, nunca se presentó en el estadio.
Lo cierto es que el Inca fue salvado por las pallas. Estas doncellas danzantes organizaron tal barricada alrededor del Inca, que desde afuera nadie se dio cuenta que lo despojaron de su traje de gobernante y lo arroparon con el poncho habano típico del pueblo.
Y como nadie notó que el Inca fue convertido en plebeyo, este se camufló entre la gente para escapar por una de las tribunas. Al Capitán, personaje que con su séquito representa a los socios de la “Conquista” española, solo le quedó aceptar la derrota. En esta historia, no hubo captura.
La víspera
Tres noches antes, mi llegada a Chiquián coincide con una de las primeras actividades de la fiesta. Son las 2 y media de la madrugada del 29 de agosto. Me dirijo a descansar, pero ni la altitud ni el peso de la mochila evitan que me extravíe entre el zapateo de huaynos y el dulce sabor del chinguirito (bebida caliente hecha con aguardiente de caña).
Una hora después, me maravilla cómo en pocos segundos el público cambia la algarabía por la quietud del fervor religioso para acompañar la procesión del Niño Apay, rito madrugador con el que comienza la víspera de la celebración de Santa Rosa.
Este mismo día, por la tarde, luego de probar el caldo de mondongo y el dulce de frejol que los funcionarios reparten a todo el pueblo, la imagen de la santa limeña hace su aparición por la plaza y las calles más antiguas de Chiquián. Es la procesión principal y cientos de personas acompañan esa caminata con velas encendidas, mientras van preparando la mente y el cuerpo para la cena, las bebidas y el baile sin fin que esperan en la casa de la anfitriona de esta noche: la Estandarte.
Aquí la diversión se asegura con vasos llenos de pisco sour y un picante de cuy que quedará grabado para siempre en mi paladar. La banda comienza a sonar, los pies se mueven solos y el corazón late con una emoción antigua. El castillo de fuegos artificiales se enciende y a nadie le importa que a menos de 300 metros haya un grifo (como llaman a las gasolineras en el Perú). La fiesta continúa hasta el amanecer.
Día central
Los dos días siguientes son similares entre sí: misas y procesiones matutinas para saludar las capillas armadas en las esquinas de la plaza, bandas de músicos llevando por doquier el sonido de huaynos y huaylishadas, visitas entre los funcionarios de la festividad, el sabor divino del “caldo de fiesta” y del “locro de cuy” en el almuerzo, danzas vehementes debajo de los castillos pirotécnicos por la noche, y fiestas interminables que se desactivarán solo con los primeros rayos solares.
Nadie duerme en Chiquián. Son casi las tres de la mañana del 1 de setiembre. En la plaza central, las orquestas hipnotizan a un público insomne, mientras que en la casa del Inca y en la del Capitán, se preparan las comitivas para el Shogacuy, tradición en la que tocan la puerta de los vecinos para hacer un brindis que será recompensado con un billete que les colgarán en el poncho.
El ritual dura el resto de la noche y desde la mañana comienza la Pinquichida, con la visita de las pallas a los mayordomos. Tendré que postergar el sueño otra vez, pienso, mientras escucho el agudo canto de esas danzantes que parecen implorar a los funcionarios y espectadores para que se unan a una danza que se va haciendo cada vez más colectiva. Paseo la cámara por aquella pista de baile y, de alguna manera, danzo, también, en esa “pampa de alegría”.
Por la tarde, antes que el capitán fracase en su intento de capturar al Inca, cientos de personas han salido a las calles para librar una batalla con balas dulces que duelen como los perdigones más amargos. “Hay que ir bien forrados”, se escucha en algunas calles, pues “nadie se salva de los caramelazos”.
Es la oportunidad que tiene el pueblo para desahogarse con caramelos en una batalla que parece de todos contra todos. Desde los balcones llueven balas coloridas, que son devueltas con sed de venganza. No se salva ni el balcón municipal, donde la prensa debe salvaguardar sus cámaras con el dolor de sus manos.
Solo después de la batalla, la multitud enfrentada irá al estadio Jircán, a pocas cuadras de la plaza, donde, en medio del caos, confirmarán, finalmente, que el Inca nunca fue capturado.
En esta fiesta la historia toma su propio curso, pero el final siempre es el mismo: ambos bandos se juntan en una gran celebración mestiza que solo terminará cuando se elijan a los funcionarios del próximo año.
Fotos y texto: Claudia Ugarte
INFOTUR LATAM
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